jueves, 7 de febrero de 2013

¿Homenajes? (Parte I)


Miguelín, uno de los hijos del guarda de nuestro camposanto, milita en una banda de rock, tal vez para justificar de algún modo su pésimo expediente académico en el instituto. La banda, “Agarra la Brotxa ke Pillo la Eskalera”, podría definirse como un cruce conceptual entre un punk primigeneo con tintes de música jamaicana y el sonido que emitiría una cesta de gatos epilépticos que estuvieran siendo exterminados con una sierra mecánica por un psicópata peligroso colocado de acido. Sus sesiones de ensayos en la sala de embalsamamiento los sábados, después de la hora de cierre del cementerio, nos obliga a reconsiderar nuestra propia percepción del “descanso eterno”. No obstante, tras un par de años en que las escasas actuaciones en directo del grupo han sido únicamente frecuentadas por amigos y compañeros de clase, los cuales, todo hay que decirlo, no solían repetir tan catártica experiencia, la banda ha decidido dar un salto cualitativo en su carrera. Una vez sustituido el anterior batería, “El Tapones”, aquejado de otitis crónica, por “El Parches”, cuya continua merma de higiene corporal no interfiere sin embargo en el sonido de la banda, y habiendo acordado reducir el volumen de alcohol y drogas blandas hasta un limite que no les haga alcanzar el coma cuasi irreversible a intervalos semanales, el grupo se lanza a la grabación de su primera maqueta.  Meses de duros ensayos y maratonianas sesiones de grabación a través del ordenador del “Troyano” y de una mesa de mezclas comprada a plazos en el mercado negro, y en los que todos mis colegas finados con creencias religiosas han rezado día y noche para que el álbum alcanzase el éxito suficiente como para permitir a la banda financiarse un local de ensayos fuera del cementerio, al fin han dado sus frutos.

 El resultado, un amasijo infumbale por todo aquel que aprecie su pabellón auditivo, o en su defecto, no haya jurado odio eterno a la música, suena a los Pistols por aquí, los Clash y Exploited por allá, pasando por un tamiz de producción noventera, y estética a lo Strokes y demás hypes prefabricados de principios de la década pasada. Todo ello, evidentemente, a años luz, respecto a cuanto calidad se refiere, de los grupos originales citados.  Pese a que cualquier atisbo de originalidad brilla por su ausencia, el disco ha sido sorprendentemente recibido como una de las revelaciones de la temporada por parte de la prensa especializada. No estoy muy al tanto de cómo funciona hoy en día el actual panorama de éxitos dentro del mundo del pop rock patrio, pero dado el inesperado éxito del engendro al que nos referimos, no solo tiemblo al pensarlo, sino que me planteo serías dudas  respecto a la capacidad de recepción del sonido entre el actual mundo de los vivos. El grupo de Miguelín fichó por una promotora, sufrió un repentino cambio estético, cambio de nombre (The Gambiteros Club Gang Band), comenzó a aparecer en medios especializados, y a actuar en mejores salas de conciertos ante miembros de la intelectualidad cool ansiosos de ser vistas en el ritual social que supone una actuación de the last big thing. Todo iba viento en popa hasta que un periodista especializado con algo de oído todavía intacto, criterio y honestidad (según tengo entendido, todavía queda alguno por ahí) les acuso públicamente de ser una mera copia de todas las grandes bandas citadas anteriormente, ante lo cual el responsable de prensa de la promotora reaccionó con presteza definiendo la música del grupo como “un homenaje a los grandes clásicos”.  No solo la excusa barata ha funcionado, sino que les ha hecho granjearse un mayor respeto público. Y ancha es Castilla.

Continuará...


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