Miguelín, uno de
los hijos del guarda de nuestro camposanto, milita en una banda de rock, tal
vez para justificar de algún modo su pésimo expediente académico en el
instituto. La banda, “Agarra la Brotxa ke Pillo la Eskalera”, podría definirse
como un cruce conceptual entre un punk primigeneo con tintes de música
jamaicana y el sonido que emitiría una cesta de gatos epilépticos que
estuvieran siendo exterminados con una sierra mecánica por un psicópata
peligroso colocado de acido. Sus sesiones de ensayos en la sala de
embalsamamiento los sábados, después de la hora de cierre del cementerio, nos
obliga a reconsiderar nuestra propia percepción del “descanso eterno”. No
obstante, tras un par de años en que las escasas actuaciones en directo del
grupo han sido únicamente frecuentadas por amigos y compañeros de clase, los
cuales, todo hay que decirlo, no solían repetir tan catártica experiencia, la
banda ha decidido dar un salto cualitativo en su carrera. Una vez sustituido el
anterior batería, “El Tapones”, aquejado de otitis crónica, por “El Parches”,
cuya continua merma de higiene corporal no interfiere sin embargo en el sonido
de la banda, y habiendo acordado reducir el volumen de alcohol y drogas blandas
hasta un limite que no les haga alcanzar el coma cuasi irreversible a
intervalos semanales, el grupo se lanza a la grabación de su primera
maqueta. Meses de duros ensayos y
maratonianas sesiones de grabación a través del ordenador del “Troyano” y de
una mesa de mezclas comprada a plazos en el mercado negro, y en los que todos
mis colegas finados con creencias religiosas han rezado día y noche para que el
álbum alcanzase el éxito suficiente como para permitir a la banda financiarse
un local de ensayos fuera del cementerio, al fin han dado sus frutos.
El resultado, un amasijo infumbale por todo
aquel que aprecie su pabellón auditivo, o en su defecto, no haya jurado odio
eterno a la música, suena a los Pistols por aquí, los Clash y Exploited por
allá, pasando por un tamiz de producción noventera, y estética a lo Strokes y
demás hypes prefabricados de principios de la década pasada. Todo ello, evidentemente,
a años luz, respecto a cuanto calidad se refiere, de los grupos originales
citados. Pese a que cualquier atisbo de
originalidad brilla por su ausencia, el disco ha sido sorprendentemente
recibido como una de las revelaciones de la temporada por parte de la prensa
especializada. No estoy muy al tanto de cómo funciona hoy en día el actual
panorama de éxitos dentro del mundo del pop rock patrio, pero dado el
inesperado éxito del engendro al que nos referimos, no solo tiemblo al
pensarlo, sino que me planteo serías dudas
respecto a la capacidad de recepción del sonido entre el actual mundo de
los vivos. El grupo de Miguelín fichó por una promotora, sufrió un repentino
cambio estético, cambio de nombre (The Gambiteros Club Gang Band), comenzó a
aparecer en medios especializados, y a actuar en mejores salas de conciertos
ante miembros de la intelectualidad cool ansiosos de ser vistas en el ritual
social que supone una actuación de the last big thing. Todo iba viento en popa
hasta que un periodista especializado con algo de oído todavía intacto,
criterio y honestidad (según tengo entendido, todavía queda alguno por ahí) les
acuso públicamente de ser una mera copia de todas las grandes bandas citadas
anteriormente, ante lo cual el responsable de prensa de la promotora reaccionó
con presteza definiendo la música del grupo como “un homenaje a los grandes
clásicos”. No solo la excusa barata ha
funcionado, sino que les ha hecho granjearse un mayor respeto público. Y ancha
es Castilla.
Continuará...
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